Bertrand Russell abre su libro La conquista de la felicidad con este poema de Walt Whitman.
Creo que podría transformarme y vivir con los animales.
¡Son tan tranquilos y mesurados!
Me complace observarlos largamente.
No se se afanan ni se quejan de su suerte.
No se despiertan en la noche con el remordimiento de sus culpas.
No me aburren discutiendo sus deberes para con Dios.
Ninguno está descontento, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas.
Ninguno venera a los otros, ni a su especie, que cuenta miles de años de existencia.
Ninguno es respetable ni desgraciado en toda la ancha tierra.
La visión de Whitman sobre los animales viene a decirnos que la clave de la infelicidad de los humanos reside en su inacabable rumiar de los acontecimientos y las circunstancias, en el deseo que los define, en su continuo no vivir en el presente sino en dos ilusiones (el pasado y el futuro) que no cesan de atormentarlos. En suma, en su inteligencia, consecuencia del desarrollo del neocórtex, la delgada capa de materia gris que nos convierte en personas, en Vicente Ferrer y Pol Pot.
CIENCIA AGUAFIESTAS
Sin embargo, algunos científicos contradicen las atractivas intuiciones del poeta americano de las hojas de hierba y creen que la clave de la infelicidad se halla precisamente en nuestros cerebros primitivos, en las estructuras que compartimos con perros, monos y cabras.
Así lo expone el doctor en Medicina y Neurociencia y catedrático de Fisiología Francisco Mora en su libro ¿Está nuestro cerebro diseñado para la felicidad?, en el que intenta aclarar qué pueden decirnos sobre la felicidad los últimos descubrimientos sobre el funcionamiento del órgano que construye nuestra realidad.
Y no hay buenas noticias, amigos devotos de lo palpable y medible.
Según Mora, nuestro cerebro ha evolucionado favoreciendo las herramientas neuronales (circuitos) que le permiten sobrevivir, «y en esas herramientas han estado y siguen estando esos dos mecanismos universales que son el placer y el dolor». Ambas experiencias están grabadas a fuego en las estructuras del sistema límbico (nuestra «mente animal», que integra las áreas cerebrales que codifican las emociones -placer, rabia, agresividad…- y las motivaciones básicas -ingesta de agua y alimentos, sexo, frío-calor…-), y por eso nuestro ser primordial es una especie de chimpancé chiflado que salta de rama en rama huyendo del dolor y buscando el placer.
Por tanto, dolor, placer y supervivencia forman la ecuación de nuestra vida.
Para ponerlo peor, los experimentos demuestran que nuestro cerebro es mucho más rápido y certero identificando las señales de dolor que las de placer. Y no solo eso, también las memoriza mucho mejor, para evitar repetirlas.
Y claro, así no hay dios que sea feliz.
Siguiendo con la explicación de Mora, luego llega el neocórtex (como una ambulancia con retraso) y se encarga de interpretar conscientemente las emociones, es decir, de convertirlas en sentimientos, pensamientos y construcciones simbólicas. Vamos, que la emoción es la reina, y el pensamiento su mayordomo.
De este añadido cognitivo nacen todas nuestras ideas, y entre ellas y como bien escurridizo, supremo y quizá inalcanzable, la de la felicidad, una meta hacia la que corremos con un tiro en la pierna, porque el dolor y el placer, nuestros dos tiranos, «son el origen de la desazón, de la lucha, la insatisfacción y la frustración».
Como concluye Mora, «Un análisis del funcionamiento del cerebro, bajo la perspectiva de la evolución (…) nos enseña que la infelicidad es intrínseca a la vida en el mundo. (…) ver, mirar lo que nos rodea y alcanzar simplemente conocimiento y sentimiento ante algo ya contiene la semilla de la infelicidad, pues esta asoma desde el momento en que el cerebro filtra en su sistema límbico todo, absolutamente todo, lo que le llega desde los órganos de los sentidos y le pone ‘el sello’ de bueno o malo».
Quizá, piensa uno, la clave de ser feliz esté en no serlo y que no te importe.