Un juego de niños

Mi primer recuerdo consciente, es decir, una historia articulada y no imágenes confusas que pasan atropelladas por la cabeza: el gol de Rubén Cano (¿con la espinilla? Averígualo en el vídeo) en la ‘Batalla de Belgrado’, el día que nos clasificamos para el Mundial de Argentina, Juanito se llevó un botellazo en la cabeza y José María García se convirtió en ‘el Butanito’ (homérica jornada).

Pegué un brinco y fui a darme la mano con mi abuelo Abraham (no un abrazo, la mano, no sé por qué, pero fue así, con maneras de niño algo repelente). Acababa 1977, tenía cuatro años y medio y ya pertenecía a un amo implacable: el fútbol.

La felicidad es ser un crío y que un domingo después de comer tu padre te saque de repente de las aventuras de Ulises 31 con una frase preñada de promesas: «¡Nos vamos al fútbol!». El camino al Bernabéu era una peregrinación gozosa, vislumbrar la mole de hormigón rodeada de gente, puestos de banderas y de pipas equivalía al toparse con la catedral de Santiago de un penitente medieval, y penetrar en el recinto sagrado del templo y quedar deslumbrado por aquel mágico rectángulo verde desencadenaba una epifanía. Luego volvía uno a casa agotado y feliz, y se acostaba deseando que llegara el lunes para contarlo en el cole, aunque a veces aparecía algún aguafiestas que también había estado en el campo y te jodía la exclusiva.

EL FÚTBOL ES LA INFANCIA
Los futboleros pata negra utilizamos los cuatro años entre Mundial y Mundial como unidad de medida de la existencia y podemos ligar cada época de nuestras vidas con recuerdos de partidos y jugadas legendarios (las locas remontadas europeas del Madrid de los ochenta, Maradona enmudeciendo al Bernabéu, las oleadas del Athletic de Clemente en San Mamés, los alemanes ganando por lo civil o por lo criminal, la nariz rota de Luis Enrique, el gol de Iniesta, el de Ramos en Lisboa…), y así hasta el infinito.

Por eso no puedo estar más de acuerdo con Manuel Jabois cuando define el fútbol como «un estado natural de la infancia, algo irracional que mantener dentro de los cauces de la no violencia (…). El partido de fútbol pienso yo que es la infancia alocada, parcial y furiosa de quien patalea y llora. Ahí uno está defendiendo su parcela de niñez». Lo dice en Grupo salvaje (Ediciones del K.O.), un librito de 63 páginas publicado en 2012 (cuando Jabois aún no era Jabois, o sí) en el que el periodista y escritor gallego traza en una especie de memoria sentimental el itinerario futbolístico de un niño gallego que cae en las garras del madridismo y se ata de por vida a sus triunfos y derrotas.

Grupo salvaje se lee en un rato, está escrito con ritmo y frescura, y abunda en observaciones repletas de humor y retranca. Como suele pasar en los libros de fútbol —inevitablemente, recuerdo Fiebre en las gradas, de Nick Hornby, del que el de Jabois es como una réplica muy personal y ultraconcentrada— hay mucho más que partidos y goles en sus páginas. Lo disfrutarán sobre todo los madridistas irredentos nacidos en los setenta-ochenta, y también los aficionados cabales (incluso los del Barça), pero cualquiera puede pasarlo bien con sus divertidas anécdotas y reflexiones, y comprender el poder de esa pasión inútil, absurda e irreprimible a la que llamamos fútbol.

Nota: Libros del K.O. publicó Grupo salvaje dentro de su colección Hooligans Ilustrados («alimento espiritual de tuercebotas y fajadores»), que cuenta ya con 31 libros dedicados a equipos de fútbol de España por escritores y periodistas prisioneros del balón y de unos colores desde su infancia.

100 objetos que nos cuentan la historia del mundo

Somos narraciones ambulantes. Solo podemos intentar entendernos a nosotros mismos si convertimos el caos de la vida en un relato articulado, con tranquilizadoras causas y efectos que nos sostengan en este deslizarse hacia «el patio de los callaos». El método funciona y nos ayuda a sobrevivir, y eso explica nuestra ansia por devorar relatos que se presentan con palabras, imágenes o incluso cosas.

Contar historias a través de los objetos es la tarea de los museos, entre ellos el fabuloso y abrumador Museo Británico, donde la rapiña encuentra cierta justificación. En 2010, el que por entonces era su director, el historiador del arte Neil MacGregor, colaboró en una serie de programas de radio de BBC 4 que pretendían narrar la historia del mundo a través de lo expuesto en las vitrinas del British. Ese espacio radiofónico se convirtió en un libro extraordinario, de los de guardar: La historia del mundo en 100 objetos (Debate), 800 paginazas con estupendas láminas en color y, no temas, versión en libro electrónico. Una década después de su publicación, sigue fresco.  

El propósito de MacGregor era muy ambicioso: reunir cien cosas –con un rango temporal que arranca hace unos dos millones de años con herramientas de piedra y se cierra en nuestros días con una tarjeta de crédito y una lámpara solar– que representaran a todos los continentes de la manera más equitativa posible, afectaran a numerosos campos de la experiencia humana y aportaran información sobre procesos complejos y sociedades enteras, y no solo de los ricos y poderosos, lo que exigía incluir objetos humildes y cotidianos junto a las grandes obras de arte.

La poesía de las cosas

Bajo esas premisas, MacGregor explica el mundo y la cosmovisión subyacente a cada elemento analizado. Eso exige un examen riguroso y científico que fije lo que sabemos de una manera inequívoca, pero también una imaginación poética y poderosa para plantear las muchas hipótesis y conjeturas que estos objetos despiertan, y talento narrativo para desgranar el accidentado camino que muchos de ellos han seguido hasta reposar en las salas del British.

El estandarte de Ur (2600 a. C. – 2400 a. C.), una caja de madera (de función desconocida) con incrustaciones de mosaico de conchas, piedra y lapislázuli, sirve a MacGregor para ofrecer una visión de conjunto de la política, la sociedad y la economía de Mesopotamia, una de las cunas de nuestra civilización. Foto: British Museum.

La obra es original por varias razones: para empezar, concede la misma importancia a lo aparentemente nimio (recipientes de cerámica, pipas y otros utensilios cotidianos) que a los grandes hitos de la arqueología (la piedra de Rosetta, el estandarte de Ur…), y demuestra que un objeto vulgar puede decirnos tanto como un icono de la historia. En segundo lugar, la selección no se centra en las estudiadísimas civilizaciones mediterráneas y de Oriente Próximo, y explora ámbitos menos conocidos, al menos para los occidentales, como Oceanía, el África Negra, Sudamérica… Para acabar, presta voz a culturas y pueblos que no desarrollaron la escritura y solo nos hablan a través de sus restos materiales.

La sopa nació en Japón

El placer de los descubrimientos sorprendentes nos asalta sin cesar durante la lectura. Uno no sospechaba que las primeras ollas que conocemos se hubieran hecho hace unos 7000 años en el norte de Japón, aunque se cree que esa habilidad surgió al menos diez milenios antes y simultáneamente en diferentes puntos del planeta, como sucedió con la escritura.

Esos humildes recipientes de arcilla supusieron un salto descomunal en la historia humana: hasta su llegada, los alimentos se guardaban en agujeros en el suelo o en cestas, al alcance de animales e insectos y vulnerables a las inclemencias del tiempo. Las ollas mejoraron la conservación de la comida y revolucionaron nuestra alimentación: cocidas o hervidas, semillas, plantas y raíces indigeribles se volvían comestibles; el arriesgado método del prueba-error perdió dramatismo y se aceleró: por ejemplo, bastaba cocer las almejas y esperar a que se abrieran para saber si eran buenas. Restos carbonizados del contenido de esas primitivas cacerolas nos han permitido suponer que tanto la sopa como el estofado nacieron en el norte del archipiélago nipón.

Olla del pueblo Jomon (Japón, 5000 a. C.), uno de los primeros recipientes para almacenar comida de los que tenemos noticia. Foto: British Museum.

Este ejemplo es solo uno de los cien que reúne este imprescindible libro, una exhibición de erudición amena y asequible de la que se sale más culto y consciente del largo, complejo y rico camino que nos ha traído hasta aquí.

Serpiente bicéfala de madera cubierta con un mosaico de turquesa (siglos XV d. C. – XVI d. C., México). Se cree que los aztecas la usaban como pectoral en ceremonias. Foto: British Museum.
Casco hawaiano de plumas (siglo XVIII d. C.). Regalo de los nativos al capitán James Cook, probablemente formaba parte de las vestiduras distintivas de un jefe tribal. Foto: British Museum.

Un thriller a la romana

La violencia funciona, la historia lo demuestra. Julio César se convirtió en dictador vitalicio de Roma y acabó de facto con la República gracias a dos cosas, además de su talento y ambición: la primera, su conquista de las Galias, que según los historiadores latinos se cobró cientos de miles de vidas –niños, mujeres y ancianos incluidos, hoy lo llamaríamos genocidio– y le dio riquezas, prestigio y legiones fieles a cambio del botín y futuras recompensas.

La segunda, su triunfo en la guerra civil frente al otro «gran romano» de la época (mediados del siglo I a. C.), Pompeyo Magno, al que de joven se llamó adulescentulus carnifex (el adolescente carnicero) por su eficacia en las represiones y venganzas que caracterizaron los estertores republicanos.

Pero a veces, la violencia sale rana y se vuelve en tu contra. Hace hoy 2066 años, una facción de las élites que gobernaban Roma (la más conservadora) asesinó a Julio César, líder de la otra (más apoyada en la plebe). Decían hacerlo por la República y la libertad, y tal vez lo creyeran, porque la libertad era para unos pocos, ellos, los que se repartían el poder e impulsaban las conquistas que los enriquecían. El resto de los romanos libres no pasaban de atrezo, manipulable carne de cañón, algo en lo que César era un maestro.

En realidad lo mataron para proteger sus intereses: en la lucha de mafias que constituía la política de la urbe, se había convertido en un capo demasiado poderoso.

EL ÚLTIMO ASESINO
El magnicidio salió bien, pero a la larga sus autores fracasaron: su violencia contra un solo hombre causó la muerte de muchos miles de personas y no evitó la llegada de una dictadura. Desencadenó una lucha por el poder que acabaría ganando un invitado inesperado: Cayo Octavio, sobrino nieto de César. Para sorpresa de todos, el testamento del dictador señalaba como su heredero e hijo adoptivo a este enfermizo muchacho de dieciocho años, que mostró su implacabilidad desde que entró en escena. Acabó con quienes le disputaban el poder: Marco Antonio, antiguo colaborador de César; y los conjurados que mataron a su familiar, a los que cazó uno a uno durante más de una década.

Convertido en Augusto, el primer emperador, gobernó Roma del 27 a. C. al 14 d. C., y la hizo una monarquía hereditaria algo disimulada por una pátina legal e instituciones colaboradoras, como el Senado.

Es la historia de esta metódica eliminación –desarrollada en batallas y escenarios desperdigados por todo el Mediterráneo– lo que cuenta El último asesino. La caza de los hombres que mataron a Julio César (Ático de los Libros), de Peter Stothard, escritor, periodista y crítico, antiguo editor de The Times y del Times Literary Supplement.

El libro de Stothard tiene muchos méritos: se lee con la agilidad y el interés de un thriller político, y aporta novedades y puntos de vista inéditos a la conocida y trillada historia que dio origen al primer emperador romano. Para esto es fundamental la elección del personaje que da título al volumen y le sirve de hilo conductor: uno de los conjurados, aunque de los menos importantes, Casio de Parma (75 a. C.-30 a. C.), poeta, dramaturgo, marinero y el «decimonoveno y último asesino de Julio César en morir», epicúreo y ejecutado en Atenas, donde se refugió con la esperanza de pasar desapercibido, tal vez reconfortado en los momentos de miedo por las palabras de Epicuro, el filósofo griego que había vivido tres siglos antes, una especie de mantra consolador:

La muerte no es nada para mí.
Lo que es polvo no percibe, y lo que no percibe no es nada para mí.
La muerte no trae placer ni dolor.
Lo único malo para mí es el dolor.
Por tanto, la muerte no es mala para mí.

Pero nadie escapaba a la fría cólera y la venganza del primer emperador de Roma, el futuro Augusto, Cayo Julio César Octaviano.

‘El último asesino. La caza de los hombres que mataron a Julio César’ (Ático de los Libros, 352 páginas, 22,50 euros). Traducción de Luis Noriega.

Thomas de Quincey, pionero del ‘true crime’

«Si uno comienza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del Día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente».

Este irónico párrafo es puro Thomas De Quincey (1785–1859) y puede leerse en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, escrito por este caballero, quien, según la carta de una contemporánea suya, era « (…) una criatura amable y de buen humor, inusualmente inteligente y un erudito excelente». El retrato refleja algo de tal bondad, o al menos eso me gusta pensar.

Thomas de Quincey
De Quincey, retratado por Sir John Watson-Gordon.

Además de buen tipo, era un drogadicto. La adicción al opio marcó su vida, pero no lo convirtió en un despojo: su talento le sirvió para construir un gran relato literario en torno a la influencia de esa droga en su sensibilidad y su mente: Confesiones de un inglés comedor de opio (qué gran título) apareció en 1821 en la revista London Magazine. Esta especie de diario de un adicto causó cierto escándalo, tuvo mucho éxito y por eso se publicó al año siguiente como libro.

De Quincey, que vivió malamente de colaboraciones en periódicos y revistas, escribía como si fuera un amigo que te cuenta anécdotas eruditas, chismorreos e increíbles historias, a menudo con un punto de sorna. Se le tiene por uno de los mejores prosistas en inglés de todos los tiempos. Borges, fino catador, escribió de él que a nadie debía más horas de felicidad, y sentenció sin medias tintas: «En los catorce volúmenes de su obra no hay una página que no haya templado el autor como si no fuera un instrumento».

Muy británicamente, De Quincey gustaba de las historias truculentas y con casquería, eso que ahora llamamos true crime (del que puede considerársele pionero), un género literario, televisivo y cinematográfico (también hay pódcasts, cómo no) que describe con detalle terroríficos crímenes reales.

SONRISAS Y ESCALOFRÍOS
Del asesinato… es un libro de poco más de cien páginas que reúne dos artículos publicados en 1827 y 1829, dos joyas del mejor humorismo, y un post-scriptum de 1854 sombrío y sobrecogedor.

El primer artículo se presenta como una conferencia leída ante la Sociedad de Conocedores del Asesinato, aficionados al asunto que comentan y critican los crímenes que van conociendo como si fueran un cuadro o una obra teatral y los juzgan en función de su mérito artístico. El segundo finge ser el acta de una de las exclusivas cenas del club.

Ambos son un prodigio de estilo, inteligencia e ironía. En esa sociedad de gourmets del crimen hay reglas estrictas, porque un buen asesino ha de ser un caballero: «El sujeto elegido debe gozar de buena salud; es absolutamente bárbaro asesinar a una persona enferma que por lo general no está en condiciones de soportarlo». Uno lo pasa muy bien leyéndolo.

De Quincey –ya con 69 años– añadió el post-scriptum en 1854 al organizar la edición de sus obras completas, y le dio un tono muy diferente al de los textos que lo precedían. En él relata tres crímenes reales cometidos en Londres unos cuarenta años antes. Lo que era una lectura amable se convierte en una descripción escalofriante de unos asesinatos que los recuerdos y la imaginación del autor transforman en una alucinación, una pesadilla minuciosa que gana leída de noche y en soledad, ojo avizor, con el oído atento a ruidos sospechosos y una vía de escape previamente establecida.

Mi vieja edición de esta joya (1985), con una de aquellas grandes portadas de Daniel Gil para Alianza Editorial.

En el infierno no hay pájaros

A menudo, la etimología sorprende con resonancias que llevan de una cosa a otra. La palabra «averno» viene del griego antiguo y significa «sin pájaros». Esta poética visión del infierno como un lugar en el que no vuelan ni cantan las aves –apocalíptico, si lo piensas por un momento– conecta con la realidad a través del lago Averno, cercano a Nápoles.

Es una pequeña masa de agua dulce –tres kilómetros de circunferencia– y ocupa el cráter de un volcán extinguido. En la Antigüedad era conocido por sus emanaciones de gases tóxicos, responsables de que los pájaros y otros animales lo evitaran. Eso lo convertía en un escenario siniestro, una apropiada puerta entre el espacio de los vivos y el inframundo, el subterráneo reino de Hades, hermano de Zeus, omnipotente señor de la superficie y los cielos (las deidades helenas se repartían las propiedades con notable sentido práctico).

No es casual que en su gran poema épico, la Eneida, Virgilio haga descender a Eneas al Hades a través de una cueva próxima al sulfuroso lago Averno, habitada por la Sibila de Cumas, que lo guía en su acceso al inframundo. El poeta conocía el lugar y sus resonancias mitológicas, como cualquier romano culto del siglo I a. C.   

En la Odisea hay un pasaje similar, cuando Odiseo baja al Hades por donde le indica Circe, la hechicera enamorada del héroe homérico (y no correspondida, o no del todo, porque nadie es de piedra y la fiel y sufrida Penélope aún podía esperar un poco más). Al hacerlo descubre un lugar poblado por una especie de zombis, las sombras de lo que un día fueron hombres y mujeres.

Allí sucede algo conmovedor: Odiseo se topa con el espectro de Anticlea, su madre, que ha muerto durante la larga ausencia del hijo, ocupado en la guerra de Troya y en su accidentado regreso a casa. El astuto guerrero descubre en las entrañas del mismo infierno que su madre ya no es: se ha convertido en algo inalcanzable.

Por tres veces el rey de Ítaca intenta abrazarla, y por tres veces ella se desvanece en sus brazos como puro aire. Es un crudo recordatorio de lo que nuestros seres amados y todos seremos un día: sombras, recuerdos, y pasado un tiempo ni siquiera eso. En la vieja cosmovisión griega, “la casa de Hades y Perséfone” (así la llama Homero) nada tiene que ver con el paraíso: es más parecida a un purgatorio tétrico donde se pena y vaga sin opciones de redención, un lugar sin aves que alienten la esperanza de la vida.

En ‘Las almas del Aquerón’ (1898), el pintor húngaro Adolf Hirémy-Hirschl (1860–1933) muestra a los muertos implorando al dios Hermes que interceda por ellos, mientras esperan a que el barquero Caronte los lleve por las aguas del río Aquerón a su destino final en el reino de Hades.