Thomas de Quincey, pionero del ‘true crime’

«Si uno comienza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del Día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente».

Este irónico párrafo es puro Thomas De Quincey (1785–1859) y puede leerse en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, escrito por este caballero, quien, según la carta de una contemporánea suya, era « (…) una criatura amable y de buen humor, inusualmente inteligente y un erudito excelente». El retrato refleja algo de tal bondad, o al menos eso me gusta pensar.

Thomas de Quincey
De Quincey, retratado por Sir John Watson-Gordon.

Además de buen tipo, era un drogadicto. La adicción al opio marcó su vida, pero no lo convirtió en un despojo: su talento le sirvió para construir un gran relato literario en torno a la influencia de esa droga en su sensibilidad y su mente: Confesiones de un inglés comedor de opio (qué gran título) apareció en 1821 en la revista London Magazine. Esta especie de diario de un adicto causó cierto escándalo, tuvo mucho éxito y por eso se publicó al año siguiente como libro.

De Quincey, que vivió malamente de colaboraciones en periódicos y revistas, escribía como si fuera un amigo que te cuenta anécdotas eruditas, chismorreos e increíbles historias, a menudo con un punto de sorna. Se le tiene por uno de los mejores prosistas en inglés de todos los tiempos. Borges, fino catador, escribió de él que a nadie debía más horas de felicidad, y sentenció sin medias tintas: «En los catorce volúmenes de su obra no hay una página que no haya templado el autor como si no fuera un instrumento».

Muy británicamente, De Quincey gustaba de las historias truculentas y con casquería, eso que ahora llamamos true crime (del que puede considerársele pionero), un género literario, televisivo y cinematográfico (también hay pódcasts, cómo no) que describe con detalle terroríficos crímenes reales.

SONRISAS Y ESCALOFRÍOS
Del asesinato… es un libro de poco más de cien páginas que reúne dos artículos publicados en 1827 y 1829, dos joyas del mejor humorismo, y un post-scriptum de 1854 sombrío y sobrecogedor.

El primer artículo se presenta como una conferencia leída ante la Sociedad de Conocedores del Asesinato, aficionados al asunto que comentan y critican los crímenes que van conociendo como si fueran un cuadro o una obra teatral y los juzgan en función de su mérito artístico. El segundo finge ser el acta de una de las exclusivas cenas del club.

Ambos son un prodigio de estilo, inteligencia e ironía. En esa sociedad de gourmets del crimen hay reglas estrictas, porque un buen asesino ha de ser un caballero: «El sujeto elegido debe gozar de buena salud; es absolutamente bárbaro asesinar a una persona enferma que por lo general no está en condiciones de soportarlo». Uno lo pasa muy bien leyéndolo.

De Quincey –ya con 69 años– añadió el post-scriptum en 1854 al organizar la edición de sus obras completas, y le dio un tono muy diferente al de los textos que lo precedían. En él relata tres crímenes reales cometidos en Londres unos cuarenta años antes. Lo que era una lectura amable se convierte en una descripción escalofriante de unos asesinatos que los recuerdos y la imaginación del autor transforman en una alucinación, una pesadilla minuciosa que gana leída de noche y en soledad, ojo avizor, con el oído atento a ruidos sospechosos y una vía de escape previamente establecida.

Mi vieja edición de esta joya (1985), con una de aquellas grandes portadas de Daniel Gil para Alianza Editorial.

Hay que leer a Simenon

IMG_2852

La mirada indiscreta, Georges Simenon

La irrealidad de los muertos

La Peste
‘La peste’ se publicó en 1947 y es un clásico imprescindible de la literatura del siglo XX.

Cada vez que vemos, leemos o escuchamos las noticias sobre masacres, atentados y catástrofes, con sus fríos y notariales inventarios de víctimas, o cuando los irresponsables que no han disparado ni a un pajarillo aporrean los tambores de guerra y piden invasiones y bombardeos –siempre lejos, siempre en lugares que ellos no pisarán en sus vidas–, deberíamos tener presentes los pensamientos que Albert Camus pone en la mente del doctor Rieux, uno de los personajes de su novela La peste.

«(…) un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación».

La larga marcha

stephen-king
Un vecino inquietante.

Llevaba años con ganas de leer algo de Stephen King, para ver si encontraba las claves del éxito de este señor que vende novelas a millones y se inventa por decenas (¿tendrá negros?) historias retorcidas y terroríficas, o eso me ha parecido en las adaptaciones televisivas y cinematográficas que he visto.

Hay una de esas versiones que no se me va de la cabeza: El misterio de Salem’s Lot, una serie que pusieron a mediados de los 80 en España. Fue el cenit de mis miedos infantiles, sobre todo cuando aquel niño desaparecido regresaba a su casa en la madrugada, vampirizado, en pijama (eso era lo que más acojonaba), flotando y arañando desde fuera la ventana del dormitorio que compartía con su hermano.

La malsana y rentable imaginación de King me llevó a uno de los momentos más bochornosos de mi niñez, aquel en que escapé del salón y me metí en mi cuarto tarareando el Part time lover de Stevie Wonder, jitazo del momento, solo por no oír ni de lejos nada de lo que pasaba en la pantalla.

¿Penoso? Quizá, pero, pasada una pila de años, he vuelto a ver la escena y hasta se me han puesto los pelillos de punta, en una especie de recuperación proustiana pero sin magdalena de aquel niño cagón que un día fue.

El caso es que he ido posponiendo lo de King hasta estos días, cuando un artículo que he escrito para Muy Interesante (diez novelas y cómics distópicos que no sean 1984 y Un mundo feliz, muy pronto en su kiosco, y perdón por el autobombo vergonzante, pero es la era de las redes sociales) me ha puesto en contacto al fin con el capo del terror comercial. Nada como leer por dinero.

CAMINATA MORTAL
Mi puerta de entrada al universo paralelo de King ha sido La larga marcha (1979), una de las cinco novelas que publicó entre 1977 y 1984 bajo el seudónimo de Richard Bachman. Sus editores pensaban que el prolífico novelista estaba saturando el mercado, y le sugirieron que diera salida bajo otro nombre a algunas de sus historias, porque King escribía como los japoneses hacen huelga: a destajo.

314_P83001A.jpgPongámonos en situación: nos encontramos en unos Estados Unidos  familiares, aunque hay algo extraño que se va dejando caer en medidas alusiones a lo largo del relato. El país ha sucumbido al dominio de un régimen totalitario encarnado por una figura -el Comandante- que aparece de vez en cuando y del que nunca sabemos si se trata del dictador gobernante o solo de una figura autoritaria entre otras.

En ese contexto vago, King nos suelta de sopetón en la carretera donde comienza la «larga marcha» anual, una especie de prueba deportiva retransmitida por televisión a todo el país, que se paraliza para seguirla.

Los participantes son cien muchachos adolescentes que han de caminar sin interrupción y sin bajar jamás de los 6,5 km/h. El que lo haga recibe tres avisos, y al cuarto los soldados que siguen la prueba en vehículos oruga le pegan un tiro.

Por supuesto, solo puede quedar uno.

La lectura de esta fantasía distópica me ha dejado varias cosas claras sobre King, aunque tendré que leerlo más para confirmar (se admiten recomendaciones, queridos frikis):
– Sabe contar historias, dosificar la acción, intrigar y dejar con ganas de más.
– Sus personajes son creíbles, aunque a veces desprendan un olorcillo como de ‘Estrenos TV’.
– Los diálogos resultan eficaces y hacen avanzar la historia.
– Y lo más destacado: consigue crear atmósferas (y qué difícil es eso). 

La larga marcha se hace a veces monótona y el final decepcionará a algunos, pero inquieta con su sugerente retrato -apenas unas pinceladas- de una sociedad del espectáculo fascinada por la violencia televisiva y adormecida por el pan y circo de un régimen autoritario (creo que sirvo para escribir frases de solapa).

En los mejores momentos me ha parecido enfrentarme a una narración digna de una especie de Kafka de consumo. Quizá los eruditos del futuro tengan que acudir a King para entender los miedos y fantasías del hombre de hoy, antes que a escritores con mucho más prestigio.

Cretinismo cuarentón

Según Josep Pla, soy un cretino (siempre lo he sospechado). Para el fabuloso y huraño escritor catalán (leerlo es hacerse un favor), «un hombre que después de los 40 años aún lee novelas es un puro cretino», ¿y quién soy yo para contradecir al viejo maestro?

Sí, soy un necio, porque llego ya al cuarto piso y, aparte de no tener aún ni puta idea de qué va la vaina, sigo leyendo novelas y buscando en ellas las explicaciones y sentidos que no alcanzo a encontrar en (casi) ninguna parte.

Consumo historias inventadas por otros para ver si así comprendo un poco más el mundo en que vivo, lo que me convierte en un gilipollas de manual no solo para Pla, sino para los que manejan la caja registradora, quizá los únicos con la suficiente lucidez para no perderse en disquisiciones y comprender que la humanidad se divide en dos clases de personas: las que saben hacer dinero (la verdadera aristocracia, la cúspide de la pirámide ecológica) y las que no (y aquí se incluyen literatos, intelectuales y otros espectadores de la existencia).

Crematorio

Lo que pasa es que uno asume su cretinismo, y hasta lo celebra, en esas raras ocasiones en las que sus pesquisas funcionan y encuentra un relato que lo ayuda a entender siquiera un poco su época y su entorno. Acabo de pasar por una de esas epifanías librescas gracias a Crematorio, la novela de Rafael Chirbes, elogiada por escritores y periodistas en cuyo criterio confío. La tenía en la recámara, así que me la he comprado para el Kindle (sí, pago por e-books, lo que para el 90% de la población española también hace de mí un idiota digno de conmiseración) y la he leído con fascinación creciente.

No soy un crítico literario, así que para recomendar su lectura voy a copiar lo que Ricardo Menéndez Salmón escribió en El País sobre la obra de Chirbes: «El mundo no es una novela, pero el mundo nunca resulta tan comprensible como cuando se viste de novela. Si mi hija preguntara cómo era la España en la que nació, le diría que leyera una novela, por ejemplo Crematorio, de Chirbes». Amén. 

El relato transcurre en Misent, una imaginaria localidad costera levantina, arrasada y enriquecida a partes iguales por la especulación inmobiliaria (¿acaso no es la corrupción el aceite que engrasa el sistema, el peaje a pagar por abandonar la miseria?), y narra la historia de los miembros de una familia encabezada por Rubén Bertomeu, antaño arquitecto idealista y hoy un setentón constructor y promotor inmobiliario sin escrúpulos, figura arquetípica de la España de las últimas décadas, a cuyo alrededor orbitan el resto de los insatisfechos y ambiciosos personajes.

Chirbes da a cada uno de ellos un registro diferente, y la novela se desarrolla a través de soliloquios que componen las piezas del puzle y ofrecen un panorama de la especulación urbanística, la corrupción y la destrucción del paisaje, el retrato de una sociedad que ya solo cree en el dinero y donde el paso del tiempo y la muerte acaban surgiendo como las únicas verdades inmutables en un mar de mentiras.

Crematorio te patea la conciencia y es una novela incómoda, feroz y radical. Yo no me la perdería.

Benidorm
Benidorm: una puta mierda, pero nos ha dado (y nos da) de comer.