Pickwick nórdico

Una tarde parda y fría de invierno (en mi calendario, a partir del Día de Todos los Santos). Los parados que ya no saben hacia dónde tirar estudian para community managers. Monotonía de lluvia tras los cristales. ¿Qué hacer, cómo consolarse?, se pregunta melancólico el machadiano desempleado. Deja de perder el tiempo en Facebook y Twitter y sigue buscando trabajo, capullo, y para desintoxicarte lee (o relee) clásicos, le susurra al oído el fantasma de los vanidosos tuits sepultados en el olvido.

Italo Calvino decía en Por qué leer los clásicos que «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir», y añadía que «[…] son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad».

Amén, aunque añadiría que los clásicos poseen otra virtud inestimable: abrigan. Sí, incluso aquellos que nos desconciertan o exigen un esfuerzo que pocos están dispuestos a hacer o para el que solo algunos tienen tiempo (y digo esto porque ando peleándome con el Ulises de Joyce, en continua oscilación entre el disfrute, el tedio y la admiración, y por mis santos huevos que me lo voy a acabar, para que no se diga).

Ulises

Como decía, los clásicos (y me estoy limitando a la narrativa) protegen y dan cobijo en tiempos de frío y zozobra, y si con un muslo de Scarlett Johansson se pasa un invierno, con uno de ellos se puede sobrevivir una buena temporada bajo el edredón nórdico.

Se me ocurren unos cuantos con las características apropiadas muchas muchas páginas; personajes más reales que ese vecino con el que te cruzas a diario; novelas río repletas de meandros y afluentes, pero pocos más acogedores que Los documentos póstumos del Club Pickwick (en gran traducción de José María Valverde), la primera novela de Charles Dickens, Papeles póstumos del Club Pickwick publicada por entregas entre 1836 y 1837 y ahora reeditada con motivo del bicentenario del nacimiento del narrador inglés más popular.

Lo cojas por donde lo cojas, es un relato delicioso y divertido, amablemente mordaz, una de esas historias en las que dan ganas de quedarse a vivir.

Mr. Pickwick, un caballero excéntrico, fundador y presidente del club que lleva su nombre, es una especie de quijotesco hidalgo idealista que se embarca con un trío de amigos geniales (los gordos, bebedores y singulares señores Tupman, Winkle y Snodgrass) en un viaje por la Inglaterra victoriana con el fin de documentar las vidas y costumbres de sus compatriotas para describírselas después a los distinguidos miembros de su asociación. La estrafalaria expedición da pie a situaciones pintorescas a menudo rematadas con monumentales curdas a base de ponche caliente y otros bebedizos que Dickens narra con un tono irónico, burlón e irresistible.

Los paralelismos entre la narración dickensiana y el Quijote (un extraño caballero errante que se topa con todo tipo de improbables aventuras, el humor,  la parodia de las novelas inglesas del XVIII…) no acaban ahí. El cervantino Pickwick encontró su Sancho Panza en la figura de Sam Weller, un criado coñón y parlanchín cuya aparición en el relato multiplicó por diez las ventas mensuales del Evening Chronicle, el periódico donde se publicaba por entregas la historia.

Estampas costumbristas, retratos corales, crítica social, sátira, magistrales episodios intercalados (otra vez el Quijote) a lo largo de la novela y, sobre todo, Mr Pickwick una galería de tipos y personajes inolvidables conforman un clásico de ley, una lectura maravillosa que crece si se asocia con las ilustraciones que la acompañaron en sus orígenes: primero de la mano de Robert Seymour (a la derecha)  y, tras el suicidio de este en 1836, de la de Phiz (seudónimo de Hablot Knight Browne), el dibujante que ilustraría (ver abajo) otras nueve novelas del autor de David Copperfield. 

Pickwick 2