Ponga un editor en la ceca

Leo aquí que han leído aquí que el Banco Central de Irlanda ha acuñado una edición limitada de 10.000 monedas de plata de 10 euros para conmemorar el Ulises de James Joyce. 

Joyce monedas

El problema es que han copiado una frase de la novela y han cometido el error de poner un «that» donde no lo había en el original: «Ineluctable modality of the visible: at least that if no more, thought through my eyes. Signatures of all things I am here to read».

Las erratas no respetan ni las monedas de plata, lo que podría suponer una oportunidad de reciclaje para los editores y correctores, convenientemente formados en las artes del grabado y armados con un buril.

Pickwick nórdico

Una tarde parda y fría de invierno (en mi calendario, a partir del Día de Todos los Santos). Los parados que ya no saben hacia dónde tirar estudian para community managers. Monotonía de lluvia tras los cristales. ¿Qué hacer, cómo consolarse?, se pregunta melancólico el machadiano desempleado. Deja de perder el tiempo en Facebook y Twitter y sigue buscando trabajo, capullo, y para desintoxicarte lee (o relee) clásicos, le susurra al oído el fantasma de los vanidosos tuits sepultados en el olvido.

Italo Calvino decía en Por qué leer los clásicos que «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir», y añadía que «[…] son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad».

Amén, aunque añadiría que los clásicos poseen otra virtud inestimable: abrigan. Sí, incluso aquellos que nos desconciertan o exigen un esfuerzo que pocos están dispuestos a hacer o para el que solo algunos tienen tiempo (y digo esto porque ando peleándome con el Ulises de Joyce, en continua oscilación entre el disfrute, el tedio y la admiración, y por mis santos huevos que me lo voy a acabar, para que no se diga).

Ulises

Como decía, los clásicos (y me estoy limitando a la narrativa) protegen y dan cobijo en tiempos de frío y zozobra, y si con un muslo de Scarlett Johansson se pasa un invierno, con uno de ellos se puede sobrevivir una buena temporada bajo el edredón nórdico.

Se me ocurren unos cuantos con las características apropiadas muchas muchas páginas; personajes más reales que ese vecino con el que te cruzas a diario; novelas río repletas de meandros y afluentes, pero pocos más acogedores que Los documentos póstumos del Club Pickwick (en gran traducción de José María Valverde), la primera novela de Charles Dickens, Papeles póstumos del Club Pickwick publicada por entregas entre 1836 y 1837 y ahora reeditada con motivo del bicentenario del nacimiento del narrador inglés más popular.

Lo cojas por donde lo cojas, es un relato delicioso y divertido, amablemente mordaz, una de esas historias en las que dan ganas de quedarse a vivir.

Mr. Pickwick, un caballero excéntrico, fundador y presidente del club que lleva su nombre, es una especie de quijotesco hidalgo idealista que se embarca con un trío de amigos geniales (los gordos, bebedores y singulares señores Tupman, Winkle y Snodgrass) en un viaje por la Inglaterra victoriana con el fin de documentar las vidas y costumbres de sus compatriotas para describírselas después a los distinguidos miembros de su asociación. La estrafalaria expedición da pie a situaciones pintorescas a menudo rematadas con monumentales curdas a base de ponche caliente y otros bebedizos que Dickens narra con un tono irónico, burlón e irresistible.

Los paralelismos entre la narración dickensiana y el Quijote (un extraño caballero errante que se topa con todo tipo de improbables aventuras, el humor,  la parodia de las novelas inglesas del XVIII…) no acaban ahí. El cervantino Pickwick encontró su Sancho Panza en la figura de Sam Weller, un criado coñón y parlanchín cuya aparición en el relato multiplicó por diez las ventas mensuales del Evening Chronicle, el periódico donde se publicaba por entregas la historia.

Estampas costumbristas, retratos corales, crítica social, sátira, magistrales episodios intercalados (otra vez el Quijote) a lo largo de la novela y, sobre todo, Mr Pickwick una galería de tipos y personajes inolvidables conforman un clásico de ley, una lectura maravillosa que crece si se asocia con las ilustraciones que la acompañaron en sus orígenes: primero de la mano de Robert Seymour (a la derecha)  y, tras el suicidio de este en 1836, de la de Phiz (seudónimo de Hablot Knight Browne), el dibujante que ilustraría (ver abajo) otras nueve novelas del autor de David Copperfield. 

Pickwick 2

The Booklovers

El canon literario de Neil Hannon o, lo que es lo mismo, The Divine Comedy: de Cervantes a Bret Easton Ellis, pasando por Tolstói, Joyce o Graham Greene… De farol o no, el tío tiene buen gusto.

Procrastinación

No soy sobón (bueno, depende), pero empezaré con una de las citas más sobadas de la historia de la literatura, producto de la aguda mente de Borges, esa multinacional de las frases lapidarias: «Otros se jactan de los libros que han escrito; yo me enorgullezco de los que he leído». No es por fastidiar, pero ¿sabías que Borges se quedó ciego?

No voy a presumir de los libros que he leído, porque la cifra sería ridícula. Tengo la costumbre de apuntar lo que me voy apretando y me sale una media de 30-35 títulos al año. Muchos para algunos, normal para otros, una mierda si tenemos en cuenta lo que se publica cada año (mucho más en España, tierra de sobreproducción libresca) y todas las maravillas escritas en el pasado, que convierten en obligación el comportamiento excluyente y hasta esnob si hace falta.

Esta exigencia elimina a Lucía Etxebarría, Dan Brown, Ildefonso Falcones, Paulo Coelho, novelas de masones, templarios y esoterismos históricos, y un género que detesto especialmente: el de las heroínas émulas de la Bridget Jones de Helen Fielding y sus tres Mandamientos Cosmopolitan: trepar en el trabajo, correrse mucho y bien y no engordar.

El caso es que a mí lo que me gusta es refocilarme en lo que no he leído (siempre que se trate de lecturas de las consideradas ineludibles), y en ese lodazal de páginas no abiertas tengo unos cuantos favoritos que me permiten fustigarme, aunque intuyo que el amor propio lector me hará abordarlas algún día. Aquí van:

DOSTOYEVSKY
Por supuesto, me refiero a sus grandes tochos: Crimen y Castigo y Los hermanos Karamazov. Terribles elucubraciones, densa introspección, el Bien y el Mal, cientos de páginas de letra minúscula y apretada, rusos con nombres interminables… Tolstoi me encanta, pero este hombre me intimida. Dicen que de él parte mucha de la mejor novelística del siglo XX, pero me da un perezón…

ULISES
Y eso que disfruté bastante con Dublineses y El retrato del artista adolescente, pero el Ulises de James Joyce me infunde el mismo respeto que los niños de los cursos mayores cuando era pequeño y un verdadero pringado-pardillo-panoli. Mejor no tocarles las narices.

PROUST
Juro por mi madre que tengo un amigo que se ha leído las siete novelas de En busca del tiempo perdido, pero yo me quedé varado en la que abre fuego, Por el camino de Swann. Recuerdo muy bien la experiencia. La cosa empezó floja pero vagamente prometedora, pasé por cien páginas áridas que estuvieron a punto de tumbarme y llegué a la tierra prometida del placer hacia el final (lo que en términos proustianos supone como doscientas o trescientas páginas). Quizá me lance a la empresa cuando me recluya en una habitación forrada de corcho…

LOS GRIEGOS
Pues sí, los grandes dramaturgos trágicos, Eurípides, Sófocles, Esquilo. He leído las desvergonzadas, divertidas y cáusticas comedias de Aristófanes, pero no he entrado en las del tridente ‘serio’. Éstas sí que van a caer, a mí me tira mucho el griego.

TINTÍN
Lo tengo fácil, porque guardo todos sus tebeos en un polvoriento rincón tomado por las pelusas. Me encantan el dibujo limpio de Hergé y sus secundarios maravillosos (la Castafiore, Hernández y Fernández…), y de mayor quiero ser como el Capitán Haddock, pero sin que me jodan el whisky.

Letras con letra

Los canales de videoclips siempre me han parecido adictivos. Es empezar a ver uno y ya no tengo manera de desengancharme, especialmente si las canciones son viejas (ochenteras, a ser posible) y hay cubata a mano (copa de balón, abundante ron, Coca-Cola, generoso chorro de limón exprimido y a remover sin exagerar) y amigos con los que comentar la jugada.

Ver esos vídeos es como volver de mayor al parque de atracciones y comprobar que las antiguas montañas rusas, gigantescas y fascinantes, son de una cutrez entrañable. Además, Hoy Libro tiene excusa: son muchas las canciones que guardan relación con la literatura y en el pop y el rock abundan los pretenciosillos que quieren demostrar que leen.

Por ejemplo, Sting, que en Don’t stand so close to me cantaba sobre un profesor (él lo fue) que las pasa putas para no caer en los encantos de una chavala que debía de ser una… chica muy humana. Sting contaba que no era una experiencia real (ejem) y que se había inspirado en la Lolita de Nabokov.

No nos movemos de los ochenta (hablando en términos musicales), pero nos pasamos a Edgar Allan Poe, considerado por muchos el inventor del relato policiaco con Los crímenes de la calle Morgue y su protagonista, C. Auguste Dupin, y cultivador del relato corto fantástico y de terror, aunque las historias de Poe me asustan tanto como mi madre cuando se quitaba la zapatilla para zurrarnos de pequeños, y me parecen un coñazo. A Santiago Auserón (Radio Futura, para mí el mejor grupo español) le gustaba, o al menos su poema Annabel Lee. Atentos, el vídeo ha envejecido muy malamente, pero tiene su encanto.

Como no sólo escucho música de cuando el Guerra insultaba en los mítines, aquí va Ulysses, del último disco de Franz Ferdinand, Tonight, vendido como un «itinerario de madrugada que va de más a menos» (sic); es decir, la historia de una farra: ya se sabe que la tontuna del marketing y la prensa musicales son infinitas. La cosa es que al parecer la canción se inspira lejanamente en los penosos deambulares de Stephen Dedalus y Leopold Bloom por las calles de Dublín en el Ulises de James Joyce. La canción es pegadiza; el libro no lo sé, no me he atrevido a leerlo.