En mi interior habita un paleto famélico con genes malditos por la herencia de hambres milenarias (demoledor comienzo, ¿eh?). Por eso, nada me recuerda más a la extrema felicidad de mis despertares infantiles en el día de Reyes (¡oh, paraíso perdido!) que el trayecto mañanero que me conduce al comedor de un hotel con un pantagruélico desayuno incluido. Ya lo decía George Bernard Shaw: «No hay amor más sincero que el amor a la comida».
En esas situaciones enloquezco y compongo desayunos hipercalóricos, descompensados y mal concebidos que convencerían a Ferran Adriá de la justicia de su gafapastil cruzada de texturas y sabores. Pero no quiero hacer la competencia al blog gastronónomico de DT (degústalo aquí) y sí aprovechar que tengo hambre (SIEMPRE tengo hambre) para calmarla recomendando una de las pocas cosas que me quitan las ganas de comer: la literatura. Aquí va un jugoso y contundente menú literario que no se lo saltaría un adicto a la nouvelle cuisine de la raza calé.
ENTRANTE VEGETARIANO
Pocos escritores más finos que el italiano Italo Calvino (1923-1985). Y entre sus muchas obras, pocas tan deliciosas como El barón rampante, la historia de Cósimo Piovasco de Rondó, el vástago de 12 años de una familia de la nobleza italiana que un buen día decide subirse a los árboles y vivir en sus ramas y copas. Es una novela ambientada en la Italia de fines del XVIII y principios del XIX, una fábula sobre un individuo que emprende su propio camino contra imposiciones de todo tipo, pero sin desligarse nunca del mundo de abajo, con el que sigue comprometido.
Interpretaciones más o menos sociales y políticas aparte, la historia conmueve (el final de Cósimo no se olvida), y se puede volver a ella una y otra vez a refrescarse para luego repetir. Lástima no olvidarla para leerla siempre por primera vez. El barón rampante no se bajó jamás de los árboles, y el epitafio de su vacía tumba rezaba: «Cósimo Piovasco de Rondó – Vivió en los árboles – Amó siempre la tierra – Subió al cielo».
PLATO DE CUCHARA
La primera aparición de Josep Pla (1897-1981) en esta vieja entrevista de los setenta lo muestra con el cigarrillo de tabaco de liar en los labios. ¡Hasta se lo enciende con la cerilla! ¡En antena! ¡Abominación, pervertidor de menores! ¿Y las uñas, habéis visto las uñas?
Hoy lo lapidarían, de la misma forma que hoy nadie votaría a Churchill por viejo, feo, gordo, bebedor y, sobre todo, por decir eso que casi nunca queremos escuchar: verdades. Con ojillos achinados de sabio payés socarrón, Pla escucha los elogios ditirámbicos del entrevistador. Si ves el vídeo (y los enlaces que lo acompañan) comprobarás que dice cosas interesantísimas, pero sin darse aires y como si nada, de lo que se deduce que Pla no conocía el marketing.
Este catalán era un grafómano, pero entre las toneladas de letra impresa que produjo la más recordada es quizá El cuaderno gris, un diario que escribió con apenas veinte años y que vio la luz en catalán en 1966. Pla desgrana los días transcurridos entre Barcelona, Palafrugell y Llofriu; los suyos y los de amigos, familia y conocidos. Apenas pasa nada (vidas de novela hay pocas), pero antes de que te des cuenta estás atrapado por la socarronería, el humor finísimo y las descripciones minuciosas sobre cualquier cosa: un viento, un guiso de la tierra, paisajes, las costumbres de un periodista de tres al cuarto…
Pla era un minucioso maestro de la prosa y, sobre todo, de la que quizá sea su suerte más difícil y trabajosa: la pura descripción. Como dice en la entrevista: «La única cosa que he hecho en mi vida es buscar adjetivos para poner detrás de los sustantivos. Y por esto fumo, para buscar adjetivos». Y los encontraba, para nuestro placer y alimento.
Y EL POSTRE (CON LICOR)
Me encanta Graham Greene (1904-1991). Sus novelas suelen tener por protagonistas a tipos que casi siempre estarían mejor si fueran otros y tuvieran existencias distintas, personajes enredados en historias de amor sórdidas y mediocres o imposibles, atrapados en la maraña de una vida gris y pastosa que los va aniquilando, implacable y lentamente, entre whisky y whisky (siempre me ha impresionado lo mucho que beben bastantes personajes de las narraciones de Greene, esponjas andantes a menudo atormentadas por dudas religiosas, porque el escritor inglés podía ponerse muy denso cuando entraba en juego su catolicismo, una de las claves en la vida y la obra de este cirujano de la tristeza).
Él diferenciaba sus obras «de entretenimiento» de las literarias, y no sé muy bien dónde situar El americano tranquilo, una narración con aspecto de historia detectivesca que nos sitúa en la Indochina de los años cincuenta (Vietnam), justo cuando los franceses andaban de retirada de su colonia, los EE.UU. de la Guerra Fría empezaban a inmiscuirse y se barruntaba lo que pasaría unos pocos años después.
Greene mezcla sabiamente el triángulo amoroso formado por un veterano periodista inglés, un joven agente de los servicios secretos norteamericanos y una muchacha vietnamita, con los acontecimientos políticos y sociales. En muchos momentos se adivina su antiamericanismo, que se acrecentaría con la edad, y en cada página se advierte la maestría de uno de los mejores novelistas ingleses del siglo XX. Brindemos por el viejo Graham.