Italo Calvino, profeta de la ‘generación YouTube’

«Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen». Italo Calvino (1923-1985).

Calvino y Borges

¿Qué le estaría diciendo el maduro maestro sonriente al viejo maestro ciego? Quizá Calvino le recordaba a Borges lo que el argentino escribió un día en el prólogo de sus Ficciones: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos».

Pickwick nórdico

Una tarde parda y fría de invierno (en mi calendario, a partir del Día de Todos los Santos). Los parados que ya no saben hacia dónde tirar estudian para community managers. Monotonía de lluvia tras los cristales. ¿Qué hacer, cómo consolarse?, se pregunta melancólico el machadiano desempleado. Deja de perder el tiempo en Facebook y Twitter y sigue buscando trabajo, capullo, y para desintoxicarte lee (o relee) clásicos, le susurra al oído el fantasma de los vanidosos tuits sepultados en el olvido.

Italo Calvino decía en Por qué leer los clásicos que «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir», y añadía que «[…] son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad».

Amén, aunque añadiría que los clásicos poseen otra virtud inestimable: abrigan. Sí, incluso aquellos que nos desconciertan o exigen un esfuerzo que pocos están dispuestos a hacer o para el que solo algunos tienen tiempo (y digo esto porque ando peleándome con el Ulises de Joyce, en continua oscilación entre el disfrute, el tedio y la admiración, y por mis santos huevos que me lo voy a acabar, para que no se diga).

Ulises

Como decía, los clásicos (y me estoy limitando a la narrativa) protegen y dan cobijo en tiempos de frío y zozobra, y si con un muslo de Scarlett Johansson se pasa un invierno, con uno de ellos se puede sobrevivir una buena temporada bajo el edredón nórdico.

Se me ocurren unos cuantos con las características apropiadas muchas muchas páginas; personajes más reales que ese vecino con el que te cruzas a diario; novelas río repletas de meandros y afluentes, pero pocos más acogedores que Los documentos póstumos del Club Pickwick (en gran traducción de José María Valverde), la primera novela de Charles Dickens, Papeles póstumos del Club Pickwick publicada por entregas entre 1836 y 1837 y ahora reeditada con motivo del bicentenario del nacimiento del narrador inglés más popular.

Lo cojas por donde lo cojas, es un relato delicioso y divertido, amablemente mordaz, una de esas historias en las que dan ganas de quedarse a vivir.

Mr. Pickwick, un caballero excéntrico, fundador y presidente del club que lleva su nombre, es una especie de quijotesco hidalgo idealista que se embarca con un trío de amigos geniales (los gordos, bebedores y singulares señores Tupman, Winkle y Snodgrass) en un viaje por la Inglaterra victoriana con el fin de documentar las vidas y costumbres de sus compatriotas para describírselas después a los distinguidos miembros de su asociación. La estrafalaria expedición da pie a situaciones pintorescas a menudo rematadas con monumentales curdas a base de ponche caliente y otros bebedizos que Dickens narra con un tono irónico, burlón e irresistible.

Los paralelismos entre la narración dickensiana y el Quijote (un extraño caballero errante que se topa con todo tipo de improbables aventuras, el humor,  la parodia de las novelas inglesas del XVIII…) no acaban ahí. El cervantino Pickwick encontró su Sancho Panza en la figura de Sam Weller, un criado coñón y parlanchín cuya aparición en el relato multiplicó por diez las ventas mensuales del Evening Chronicle, el periódico donde se publicaba por entregas la historia.

Estampas costumbristas, retratos corales, crítica social, sátira, magistrales episodios intercalados (otra vez el Quijote) a lo largo de la novela y, sobre todo, Mr Pickwick una galería de tipos y personajes inolvidables conforman un clásico de ley, una lectura maravillosa que crece si se asocia con las ilustraciones que la acompañaron en sus orígenes: primero de la mano de Robert Seymour (a la derecha)  y, tras el suicidio de este en 1836, de la de Phiz (seudónimo de Hablot Knight Browne), el dibujante que ilustraría (ver abajo) otras nueve novelas del autor de David Copperfield. 

Pickwick 2

Bufé libre

En mi interior habita un paleto famélico con genes malditos por la herencia de hambres milenarias (demoledor comienzo, ¿eh?). Por eso, nada me recuerda más a la extrema felicidad de mis despertares infantiles en el día de Reyes (¡oh, paraíso perdido!) que el trayecto mañanero que me conduce al comedor de un hotel con un pantagruélico desayuno incluido. Ya lo decía George Bernard Shaw: «No hay amor más sincero que el amor a la comida».

En esas situaciones enloquezco y compongo desayunos hipercalóricos, descompensados y mal concebidos que convencerían a Ferran Adriá de la justicia de su gafapastil cruzada de texturas y sabores. Pero no quiero hacer la competencia al blog gastronónomico de DT (degústalo aquí) y sí aprovechar que tengo hambre (SIEMPRE tengo hambre) para calmarla recomendando una de las pocas cosas que me quitan las ganas de comer: la literatura. Aquí va un jugoso y contundente menú literario que no se lo saltaría un adicto a la nouvelle cuisine de la raza calé.

ENTRANTE VEGETARIANO

Pocos escritores más finos que el italiano Italo Calvino (1923-1985). Y entre sus muchas obras, pocas tan deliciosas como El barón rampante, la historia de Cósimo Piovasco de Rondó, el vástago de 12 años de una familia de la nobleza italiana que un buen día decide subirse a los árboles y vivir en sus ramas y copas. Es una novela ambientada en la Italia de fines del XVIII y principios del XIX, una fábula sobre un individuo que emprende su propio camino contra imposiciones de todo tipo, pero sin desligarse nunca del mundo de abajo, con el que sigue comprometido.

Interpretaciones más o menos sociales y políticas aparte, la historia conmueve (el final de Cósimo no se olvida), y se puede volver a ella una y otra vez a refrescarse para luego repetir. Lástima no olvidarla para leerla siempre por primera vez. El barón rampante no se bajó jamás de los árboles, y el epitafio de su vacía tumba rezaba: «Cósimo Piovasco de Rondó – Vivió en los árboles – Amó siempre la tierra – Subió al cielo».

PLATO DE CUCHARA

La primera aparición de Josep Pla (1897-1981) en esta vieja entrevista de los setenta lo muestra con el cigarrillo de tabaco de liar en los labios. ¡Hasta se lo enciende con la cerilla! ¡En antena! ¡Abominación, pervertidor de menores! ¿Y las uñas, habéis visto las uñas?

Hoy lo lapidarían, de la misma forma que hoy nadie votaría a Churchill por viejo, feo, gordo, bebedor y, sobre todo, por decir eso que casi nunca queremos escuchar: verdades. Con ojillos achinados de sabio payés socarrón, Pla escucha los elogios ditirámbicos del entrevistador. Si ves el vídeo (y los enlaces que lo acompañan) comprobarás que dice cosas interesantísimas, pero sin darse aires y como si nada, de lo que se deduce que Pla no conocía el marketing.

Este catalán era un grafómano, pero entre las toneladas de letra impresa que produjo la más recordada es quizá El cuaderno gris, un diario que escribió con apenas veinte años y que vio la luz en catalán en 1966. Pla desgrana los días transcurridos entre Barcelona, Palafrugell y Llofriu; los suyos y los de amigos, familia y conocidos. Apenas pasa nada (vidas de novela hay pocas), pero antes de que te des cuenta estás atrapado por la socarronería, el humor finísimo y las descripciones minuciosas sobre cualquier cosa: un viento, un guiso de la tierra, paisajes, las costumbres de un periodista de tres al cuarto…

Pla era un minucioso maestro de la prosa y, sobre todo, de la que quizá sea su suerte más difícil y trabajosa: la pura descripción. Como dice en la entrevista: «La única cosa que he hecho en mi vida es buscar adjetivos para poner detrás de los sustantivos. Y por esto fumo, para buscar adjetivos». Y los encontraba, para nuestro placer y alimento.

Y EL POSTRE (CON LICOR)

Me encanta Graham Greene (1904-1991). Sus novelas suelen tener por protagonistas a tipos que casi siempre estarían mejor si fueran otros y tuvieran existencias distintas, personajes enredados en historias de amor sórdidas y mediocres o imposibles, atrapados en la maraña de una vida gris y pastosa que los va aniquilando, implacable y lentamente, entre whisky y whisky (siempre me ha impresionado lo mucho que beben bastantes personajes de las narraciones de Greene, esponjas andantes a menudo atormentadas por dudas religiosas, porque el escritor inglés podía ponerse muy denso cuando entraba en juego su catolicismo, una de las claves en la vida y la obra de este cirujano de la tristeza).

Él diferenciaba sus obras «de entretenimiento» de las literarias, y no sé muy bien dónde situar El americano tranquilo, una narración con aspecto de historia detectivesca que nos sitúa en la Indochina de los años cincuenta (Vietnam), justo cuando los franceses andaban de retirada de su colonia, los EE.UU. de la Guerra Fría empezaban a inmiscuirse y se barruntaba lo que pasaría unos pocos años después.

Greene mezcla sabiamente el triángulo amoroso formado por un veterano periodista inglés, un joven agente de los servicios secretos norteamericanos y una muchacha vietnamita, con los acontecimientos políticos y sociales. En muchos momentos se adivina su antiamericanismo, que se acrecentaría con la edad, y en cada página se advierte la maestría de uno de los mejores novelistas ingleses del siglo XX. Brindemos por el viejo Graham.